viernes, 2 de septiembre de 2011

Volver a ver




Volvía a casa felizmente borracho después de haber pasado veinte días trabajando en el yerbal. Se cruzó con un par de tipos que le dieron una paliza tremenda. Despertó solo y desnudo en la picada. No podía ver nada y sintió la cabeza demasiado pesada como para mantenerla erguida.
 Caminó varios kilómetros pidiendo ayuda a los gritos y tropezando con las piedras del camino. Horas después alguien pasó montado a un caballo, le preguntó que le había sucedido y le llevó a su casa.
Allí, su esposa le dio un baño, le vistió y salieron rumbo al hospital. El médico le hizo las curaciones y luego le dijo a la mujer que su esposo no volvería a ver. De regreso a la chacra, ella le transmitió la noticia.
     —No puede ser, no. Esto va a pasar en unos días. Voy a ir a ver a la curandera que vive en Mártires. Ella cura todo. Los médicos no saben nada – dijo él.
Pero cuando al día siguiente Hilario y su esposa fueron a ver a la curandera que vivía en Mártires, ésta les dijo que sólo quedaba rezar por aquellos ojos arruinados, que lucían como dos esferas grises salpicadas por desprolijas y gruesas líneas rojas. Todo el contorno de piel que rodeaba los párpados, se había hinchado de tal modo que ahora su rostro se asemejaba a una esponja sucia.
  — No puede ser, no. – repitió Hilario.

Privado de poder trabajar, las cosas comenzaron a ponerse más difíciles de lo que ya eran en la chacra. Tenían cinco hijos que criar y la Cecilia (así se llamaba la esposa de Hilario) apenas podía encargarse de ellos, ya que además alguien tenía que darle de comer a los chanchos, ordeñar las vacas y cuidar la huerta
Pasaba el tiempo y no entraba plata a la casa.  Hilario se pasaba el día sentado en un rincón, bebiendo litros de infusión de hierbas, asimilando la oscuridad en silencio, con la vana ilusión de volver a ver.
 Hasta que hubo que vender el caballo y a fin de año cinco vacas.  Ese verano, Cecilia juntó a los chicos y se escapó de la chacra mientras Hilario dormía.
Pasaron los años, los cultivos se secaron y el campo se llenó de capuera. Hilario fue aprendiendo a hacer varias cosas pese a la ceguera, como cortar leña, armarse cigarros, pelar batatas y hasta cargar agua de la vertiente. Pero no había vuelto a salir. Se sumió en aquella existencia de colores amarillentos y opacos, en la cuál el pasado se fue extinguiendo de a poco, y el dolor del abandono fue fraguando su propia fosa de olvido. Sus jornadas se distinguían entre si por el cantar de los pájaros. Un día comenzaba cuando el mbyguá chirriaba desde la rama del cedro y terminaba con el concierto de los búhos en la palmera. Cada tanto se oía el grito de algún hachero derribando un árbol a lo lejos o el galopar de un equino a la distancia transportando a alguien. Prácticamente no tenía contactos con otros seres humanos.  El vecino más próximo estaba a cinco kilómetros y nunca se habían llevado bien. Los perros que tenía también abandonaron la chacra, y por eso ahora cada tanto algún forajido entraba a su chacra a robar lo que estuviera al alcance.
También habían entrado a la casa y se habían llevado todas las herramientas, una mesa, y otras cosas sin demasiado valor, porque nada había allí de valor. Ya no importaba, pensaba Hilario, puesto que él vivía con muy poco y todas aquellas cosas del pasado ahora sólo eran un trasto de elementos innecesarios. Se contentaba con que con los ladrones prefirieran accionar en silencio y sin someterle a ningún castigo físico.
Una tarde, cuando ya llevaba más de cinco años viviendo en soledad, su hijo mayor llegó a la chacra para verle, pero al estar ahí se atuvo a hacerse pasar por un cartero perdido, y sólo conversó con su padre unos pocos minutos. No había logrado reunir el coraje necesario para decirle a aquel hombre abandonado que su esposa Cecilia había muerto en Buenos Aires. El muchacho se marchó y pasaron largos años hasta que otra persona llegó hasta la chacra.
Este visitante tenía la voz de un hombre de al menos 40 años de edad. Parecía agitado por la caminata. Pidió agua. Hilario le indicó que  había que caminar un kilómetro más hasta la vertiente porque él esa mañana no había ido a buscar. El hombre desistió de la idea del agua; en cambio encendió un puro y le ofreció otro a Hilario, que aceptó alegremente.
—Don Hilario, mi nombre es Ricardo Boher y vengo a verlo en representación del gobierno de la provincia de Misiones. Nos han informado de lo que le sucedió. Sabemos que está ciego y nunca fue operado. Vine hasta aquí para preguntarle si usted está dispuesto a que el gobierno le pague una cirugía de córneas para que usted pueda volver a ver.
Hilario permaneció pensativo varios segundos, absorto en lo que acababa de escuchar y en el profundo sabor del tabaco.
   Si existe alguna forma de que yo pueda volver a ver, sólo dígame lo que hay que hacer.
   Bien. Usted habrá oído que en Cuba están los mejores médicos del mundo. Nuestro gobierno está dispuesto a enviar a usted a Cuba para que pueda operarse. Estará acompañado por un médico de nuestro país. Primeramente debería viajar a Buenos Aires. Y ahí un avión lo dejará en Cuba. La operación dura menos de tres horas.
   ¿Cuándo salimos?
   Hoy mismo si usted quiere. Escuche, solamente necesitaría que usted me firme estos papeles dónde quedará certificado que usted acepta la ayuda de nuestro gobierno.
Hilario escuchó el ruido de las hojas de papel y sintió en la palma de la mano la lapicera de Boher. Llevaba años sin escribir ni firmar nada. Boher tomó la huesuda mano de Hilario y dirigió la punta de la lapicera hacia un extremo de la hoja. La mano firmó esa hoja y  después la otra.
    —No tengo demasiadas cosas. Junto un poco de ropa y ya podemos irnos. — dijo Hilario.
   —Termine su cigarro tranquilo, después nos vamos. Tengo la camioneta afuera.

Partieron en plena siesta. Hilario se sentía excitado. La ilusión de volver a ver el mundo. Incluso le pareció que ya alcanzaba a distinguir algo del resplandor del día, pero era sólo una percepción motivada por la alegría.
Llegando al pueblo de La Cruz, en Corrientes, Boher desvió la camioneta de la ruta, y viró hacia la zona de campos. Anduvieron varios kilómetros entre arrozales hasta llegar al campo de Boher. Un hombre con boina fue a abrir la tranquera Boher bajó de la camioneta, dejándola encendida en punto muerto. Hilario permaneció en el asiento del acompañante, ajeno a toda la circunstancia y sin la menor idea de dónde estaban.
—Un peón nuevo. Está ciego. Es el que te conté, el misionero. No le vayan a dejar salir a ninguna parte. – le dijo Boher al de la boina.
  —Quédese tranquilo patrón. Para poder arrastrar una yunta de bueyes no hace falta ver.
Luego Boher volvió a la camioneta. Y le dijo algo a Hilario. El de boina miraba la escena pero no llegó a oír que le decía su patrón a aquel viejo. Hilario bajó en silencio y aquel hombre le sujetó mansamente por el hombro, del modo que en las ciudades la gente toma los hombros de los ciegos para ayudarlos a cruzar la calle. Se oyó el sonido del motor arrancando. Boher revisó los papeles que había firmado Hilario esa tarde y guardó el documento de identidad del ciego en el bolsillo de su camisa. Llamó al intendente por el celular.
    —Listo. Ya está hecho lo del ciego. Mañana mismo puede poner en venta la chacra.


Sergio Alvez

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